jueves, 29 de noviembre de 2012

TBPOML 13 (ficciones 2)

Al despertarme lo primero que hacía era mirarme la polla. Encendía la luz, me ponía de pie, me bajaba los calzoncillos y observaba. La cogía con cuidado y la torcía un poco para poder mirarla desde otros ángulos. Estudiaba el color, la rugosidad del glande, los puntitos del surco balanoprepucial. Cualquier irritación, cualquier granito, me hacía pensar en lo peor. A veces veía cosas que en realidad no estaban, o que habían estado siempre pero no me había fijado. Entonces creía que eran cosas malas y que iba a morir. Me daban escalofríos, pensaba mierda, mierda, pedía hora con el dermatólogo lo antes posible por favor, ¿de verdad que no puede ser mañana? necesitaba ver cuanto antes a mi dermatólogo, el doctor Sambricio. 

 El doctor Sambricio era un señor gordo, con gafas muy gruesas de pasta, que pasaba consulta en Rios Rosas. Veía bastante mal, se acercaba la lista de pacientes a escasos centímetros del rostro para leer los apellidos y llamarnos. Señor del Barrio. Ese era yo. Adelante. Sambricio te atendía de pie, te despachaba rápido, a ver, bájate los pantalones, vale, no tienes nada, pero vamos a hacerte un cultivo por si acaso. Cuando me bajaba los pantalones se acercaba tanto para verme bien la polla que me ponía más nervioso de lo que ya estaba. Jamás he tenido a un hombre tan cerca de mi polla, salvo al cirujano que me quitó el prepucio cuando tenía 22 años. Con el tiempo llegamos a conocernos un poco. Teníamos breves conversaciones sobre literatura, Blasco Ibáñez se batió en duelo muchas veces, me decía, en casa tenemos muchos libros, ya no me caben, si quieres te dejo uno sobre la historia del duelo en España. Antes de terminar la conversación ya estaba abriendo la puerta de la consulta y te despedía con la puerta abierta, toda la sala de espera oía siempre el final de las conversaciones. Pero me lo tienes que devolver ¿eh? y tranquilo que esos hongos en la polla no son nada.

1 comentario:

Con el Sincara dentro de un vagón dijo...


Un post que me retrotrae a un momento en el que acompañando a un amigo al urólogo nos encontramos en la sala de espera a Santiago Segura, él entró antes que nosotros.

Lo repugnante del episodio es que el médico no usaba guantes.