martes, 25 de junio de 2013

y perdona nuestras deudas 2


Yo iba a un colegio privado que se llamaba Nuestra Señora de la Merced. Allí aprendí a moldear plastilina y a rezar el padre nuestro. Rezábamos el padre nuestro todas las mañanas. Bueno, más que rezarlo, lo cantábamos. La profesora no quería que lo cantáramos, quería que lo rezáramos normal, en plan serio, en plan cristianos temerosos de la ira de Dios, a ver, padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, pero no sabíamos rezar así en plan serio, la canción nos salía sola, el padre nuestro tenía como una musiquilla celestial que no podíamos ignorar y cantábamos todos de pie, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. La profesora se enfadaba, a ver, ya estáis cantando otra vez, pero es que si no lo cantábamos no sonaba real, no tenía efecto en nuestras vidas, las restas luego salían mal, la profesora escribía torcido en la pizarra, el pan nuestro de cada día dánoslo hoy, etc. Pero no solo rezaba en clase, también rezaba en casa, rezaba mucho en casa, rezaba por la noche antes de dormir, Jesusito de mi vida tu eres niño como yo, me ponía de rodillas y rezaba por cualquier cosa, vivir y creer en Dios es lo que tiene, rezas y pides y ruegas y das gracias y que sea lo que dios quiera amén. Pero sobre todo rezaba cuando llovía. Me daba pánico la lluvia. Con la lluvia me cagaba. Si había tormenta me asomaba a la ventana de mi dormitorio y me daba por pensar que todos moriríamos ahogados. Creía que nunca dejaría de llover. A veces le rezaba a Dios y a veces a la Virgen. Mi abuela decía que la Virgen era poderosa, era la madre de Dios y eso cuenta, así que procuraba rezarles a los dos, primero un Padre Nuestro y luego un Ave maría, luego otra vez un Padre Nuestro, luego otro Ave María, y así varias veces hasta que me quedaba tranquilo, de un modo u otro alguien me tendría que escuchar, daba vueltas en la habitación con las manos en los bolsillos, me tienen que hacer caso, Dios te salve María llena eres de gracia. Aunque vivíamos en un tercero le preguntaba a mi madre si el agua llegaría hasta nuestra casa. Tenía tanto miedo y me ponía tan nervioso que se me olvidaba que tarde o temprano volvería a salir el sol, que no pasaría nada, unos charcos, un poco de barro para jugar, la ropa de nuevo seca, de nuevo blanca. Con los años descubriría que esos nervios y ese miedo a la lluvia se llamaban ansiedad y que la lluvia en lugar de ser lluvia podría ser cualquier cosa, el trabajo, la novia, el examen, la carta de Hacienda, el señor de la camisa blanca que me toca el brazo y dice vale colega, dormiría mal, iría al psicólogo, me drogaría con receta médica. Sé que la lluvia en general es poca cosa y no da miedo, más bien da ganas de tumbarse en el sofá a ver películas y acariciarle el pelo a alguien, pero en aquellos momentos pensaba en la lluvia como en un pasillo oscuro, el inevitable diluvio universal que nos ahogaría. Veía llover por la ventana y lloraba, mamá, mamá, lloraba ¿y si no deja de llover? ¿y si morimos? Yo siempre con la muerte en la cabeza, rezándole a Dios, rogándole que me permitiera llegar a viejo, eso era lo que yo quería, morir de viejo, quiero morir de viejo Señor, suplicaba de rodillas en la iglesia, la muerte por lluvia no entraba en mis planes, la muerte por accidente de tráfico, la muerte por un catarro mal curado. No. Y es que de niño ya tenía esa estúpida manía de no querer morirme nunca, decir morir de viejo era como hablar de algo imposible, como morir dentro de 500 años, yo miraba a mis padres, pensaba que hacerse mayor era algo que les pasaba a otros, o que decían que les pasaba, decían ya verás ya, el tiempo pasa volando y parece que fue ayer y que yo he sido cocinero antes que fraile. 

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