lunes, 7 de octubre de 2013

La regla de los 21 días

















Llevo un año y medio leyendo libros de autoayuda. He leído El monje que vendió su Ferrari, Lecciones cotidianas del monje que vendió su Ferrari, El cambio, El arte de lo posible, Flow, La inutilidad del sufrimiento, Piense y hágase rico, Tu poder sin límites, El arte de no amargarse la vida, El poder del ahora, El elemento, Encuentra tu elemento, Busca tu elemento. También he leído libros de Coaching, como Coaching para el éxito, Coaching para el creativo que hay dentro de ti, Coaching: el método para mejorar el rendimiento de las personas, Autocoaching... El caso es que una vez leídos dos o tres libros de estos, los has leído todos. Todos dicen lo mismo de una u otra forma, las cosas están claras, si crees que puedes, puedes, si crees que no puedes, tienes razón. Una de las afirmaciones de estos libros que más me intrigó fue la norma de los 21 días. Consiste en que si haces algo durante 21 días seguidos, termina convirtiéndose en un hábito. Pues eso es mentira. Durante el 2012 estuve levantándome a las 6 de la mañana durante más de un mes. Me levantaba para escribir antes de ir a trabajar. Lo cierto es que escribir tan temprano era maravilloso, algo espiritual. Preparas tu café, abres el balcón, observas la noche, la ciudad que no ha empezado a vivir, y tú estás ahí, consciente, despierto, tomando un café y preparando la mente para escribir antes de trabajar. Escribir como lo más importante del día, lo primero, e irte luego al trabajo, ya escrito, ya cumplido. Pues después de más de un mes haciendo esto, no se convirtió en un hábito. Era agosto de 2012. La novia que tenía por aquel entonces se quejaba, ella quería que durmiéramos juntos, que nos levantáramos tarde y que folláramos más. Pero yo quería cumplir con mi objetivo: madrugar, escribir, ser todo un hombre. Luego lo acabamos dejando, se fue a Londres a estudiar inglés y levantarse tarde. Yo seguí con mi proyecto, mi hábito, pero ya en noviembre volvía el levantarse tarde, ir arrastrando los pies al trabajo, la cerveza, la bolsa de gusanitos para cenar. Luego, ya en entre enero y febrero de este año, decidí dejar los lácteos de forma radical, todo tipo de lácteos, leche, queso, yogures, incluso la hamburguesa especial que tomaba cada jueves con Mirín en la mejor hamburguesería de Barcelona la pedía sin queso, una especial cheese sin queso por favor. En uno de esos libros decían que la leche era veneno, era mala, que dejar la leche cambiaría algo en mí, como el cuerpo tarda unos cuatro meses aproximadamente en renovarse por dentro y por fuera, había que aguantar un tiempo sin lácteos para notar el cambio. Hazlo y verás decía el libro, y lo hice, y no tomé absolutamente nada, sin excepción, abandoné las pizzas, el queso con pan, el yogur líquido, lloré de pena, esperé, pero nada, mi piel seguía áspera, mi humor bajo, el psicólogo seguía cobrándome lo mismo. Aun hoy más de medio año después, sigo sin beber leche, queso tomo solo si no hay más remedio, pero leche de vaca tal cual, no, nada de nada, bebo leche de avena o de arroz, pero bueno, que no, que ni estoy mejor, ni me siento más sano, ni la vida ha recuperado su sentido. Lo que voy a empezar a hacer ahora es visualizar cómo quiero que sea mi vida. Dónde quiero vivir, a qué quiero dedicar mis días. Por lo pronto dejo esa imagen de un pueblo en las montañas, quiero vivir en un sitio así, trabajar desde casa, tener uno o dos perros y muchos amigos que venga a verme todas las semanas. 

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