viernes, 3 de mayo de 2013

Neanthertal


Complicado es escribir a estas horas. 

Sentarse al borde de la cama, descalzarse, matar un bicho verde que revolotea alrededor de la lámpara de la mesita. Matando bichos que vuelan soy una nenaza. Me pongo Spotify para no oír nada. Escribo sin pensar. Al abrir el ordenador, aparece otra vez la perenne (ya está) sensación de sueño. 

Mi cuerpo dice no, no a la escritura, no a volver a ser quien antes era, antes de abrir libros de autoayuda, antes de pagar 80 € a la semana al señor Walter. Mi psicólogo se llama Walter, es argentino, como todos los psicólogos. 

Mi cuerpo dice no a seguir viviendo sin mirar atrás, escribir es mirar atrás, mirarse dentro, tocar cables de teléfono, cargadores, matar bichos que vuelan. No poder escribir es como no poder respirar, como esa neumonía que no te deja reír con ganas, quiero sacarlo todo, entro en las librerías y me veo a mí mismo escribiendo la gran novela, el gran libro de poemas que revolucionará la cosa literaria, vendrán otros poetas a decirme a aplaudirme a honrarme a darme premios a darme trabajo, me veo en lo alto, me veo contestando las preguntas, poniendo caras en las fotos, pero cuando abro el portátil siempre aparece un bicho verde que lo jode todo, me da sueño, me mandan un wassap, el mundo contra mí, el cuerpo contra mí, el deseo de ser más grande que se queda en nada. 

Ser más grande. 

Para ser más grande hay que empezar de cero, hay que respirar con el vientre, hay que buscar, leer, sentir, cerrar los ojos como estoy haciendo ahora mismo para recordar exactamente qué pasaba por mi cabeza la noche que fui a urgencias pensando que tenía cáncer de piel. Qué chispa salta que lo echa todo abajo. Cómo puede uno llegar a la una de la madrugada, en la cocina, a pensar que eso que solo es hiperpigmentación, que está clarísimo que es hiperpigmentación, como puede uno correr a mirarse en el espejo del baño y decirse que esto es cáncer, fijo, corre, coge un taxi, vete a un hospital, enséñale la mancha a una gorda con gafas que no tiene ni puta idea y que al verlo se preocupa y sale de la sala y tarda como 15 minutos en volver, ¿qué estará haciendo? ¿estará mirando en google lo que tengo? joder, eso ya lo he hecho yo en casa antes de venir, por eso mismo he venido, por mirar en google, por escribir “cáncer de piel” y ver que todo coincide, lo mismo si pongo “chancras” también lo tengo, o “sarcoidosis”. La gorda con gafas y bata de médico me pregunta si me pica, si me supura, joder pues no ves que no supura, no ves que simplemente soy gilipollas. Dime que no es nada y déjalo correr y no te vayas 15 minutos y me dejes solo en una camilla mirando los tubos de oxígeno. Al volver a casa en taxi no me lo podía creer, desde luego no es la primera vez que me pasa, pero sí es la vez en la que más consciente soy de que no es normal dejarse llevar así por el temor. 

Dejarse llevar por el temor es lo que me pone en la situación de no escribir, cómo escribir si no lograré nada bueno, no lograré subir, no lograré expresar mi forma de intuir el mundo. El mundo no se puede ver, el que ve el mundo solo ve camiones que descargan cajas y taxistas que buscan ese hueco para acelerar, el mundo se intuye, intuir es la forma literaria de conocer, no ver, no mirar, no tocar la madera de la puerta, el calor del radiador, la intuición de alguien que saca la lengua en una foto, de alguien que dice palabrotas para mantenerse a salvo, la intuición para salir movidos en las fotos, la intuición para permanecer despierto, permanecer vivo, me pregunto cómo teniendo miedo a morir quiero morir a veces, la intuición de que un paso más allá podemos llegar a algo, a alguien, a algo, una tortilla de patatas es una intuición, un fin de semana limpio como un escáner cerebral. 

Ayer salí de la consulta del psicólogo y Barcelona era una ciudad para estar vivos, teníamos el sol, teníamos ruido de pájaros, teníamos un jardinero que regaba los setos con una manguera, yo andaba sin molestias en la piel, y me decía a mí mismo que vivir era exactamente esto, me jodía no poder dejar de pensar en el futuro, no el futuro de dentro de 10 años, sino el futuro inmediato, lo de dentro de unas horas, lo de mañana, la factura que amenaza, el trabajo que espera, el dolor que llegará, aun así, intuí algo parecido a la felicidad, algo así como un significado concreto para el mundo, un significado para ese color azul del cielo y esas manchas de humedad en la cortina de la ducha. 

Y alegrarme por estar aquí, alegrarme por mis fibras musculares, por todo lo que funciona más o menos bien, por todo eso que puedo hacer todavía, esa ausencia de límites físicos, saltar, correr, gritar, rodar por el suelo, resolver una ecuación, carcajearme. Habría que celebrar diariamente todo eso que todavía funciona, brindar por esos nervios que transportan la información sin interrupciones en la médula espinal. 

Me la suda si no vuelvo a escribir nada, me la suda no ser Dante, no ser Whitman, teclear aquí no me hace sentir más vivo, no me sitúa en una tarde de sol con ruido de pájaros y jardinero que riega setos con manguera. El año de vida que nos queda se nos va mientras estudiamos la gramática, poniendo mala cara, escupiendo sangre. 

Yo quiero probar muchas más cosas por primera vez todos los días, pastorear ovejas, asar chorizos, comer queso, quiero ver a la gente en su estado natural, lejos de exposiciones y conciertos, lejos del must, del in, lejos de las rebajas, de los atajos, lejos de las peluquerías y los restaurantes. 

Quiero ver a la gente de perenne buen humor. 

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