Las tazas de porcelana no están hechas para mí,
no soporto el cuenco de los cereales ni los vasos de cristal,
necesito beber en vasos blancos de cartón,
necesito ver mi nombre escrito en cosas pequeñas y frágiles
como una servilleta de papel o un vaso de Starbucks.
La luz, el olor a café, los sillones con manchas de leche,
el código de 4 cifras que hay que introducir para poder mear,
las pizarritas donde me ofrecen el café de la semana,
la letra de tiza escrita con cuidado, como una fórmula mágica, no sé,
algo que me recuerda los ejercicios de sintaxis que hacía en el instituto.
Cuando entro en Starbucks y pido un café tengo que decir mi nombre,
que es como decirme a mí mismo y fabricarme de pronto,
quiero un Caffé Latte, un Double shot con hielo, me llamo Edgar.
Nombro el cuerpo que no soy, mi forma de pensar,
nombro lo que ve la gente cuando me rodeo de gente
y camino por Doctor Esquerdo
o voy a comprarme una camiseta al Mercado de Fuencarral.
Personalizo mi bebida,
quiero un Caffé Mocca blanco grande descafeinado con leche de soja muy cremosa sirope de avellana y extra de mocca blanco por encima por favor.
La chica con delantal verde escribe mi nombre en mi vaso de café,
coge un edding 3000 y escribe: Edgar.
Esa es mi identidad, ahora mi vaso dice quién soy,
lo rodeo con mis manos, está caliente, es suave, blanco, de cartón,
lleva mi nombre escrito y lo dice, soy Edgar,
soy un Caffé Mocca blanco grande descafeinado con leche de soja muy cremosa sirope de avellana y extra de mocca blanco por encima.
Sangre de mi sangre a 82 o C.
Eso es lo que soy.
Salgo a la calle para que la gente pueda verlo.
De mi libro, CONFESIONES DE UN SOLTERO AUTOPOÉTICO.
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